INFANCIA
A veces, sobre todo cuando me invade la nostalgia regreso por un camino de recuerdos a los días lejanos de la infancia. Y vuelvo a encontrar las humildes callecitas de tierra de mi pueblo chico, pueblo de gente sencilla y costumbres sanas.
El mundo se detenía donde terminaba el pueblo y, cuando más, llegaba hasta donde alcanzaban nuestros ávidos ojitos.
Y al revivir aquellos dulces momentos vuelvo a encontrar silencios que creí perdidos. El de los montecitos a la siesta con un miedo de solapas en el alma. El del río a la tardecita quebrado a veces por nuestras piedras jugando al “sapito”. Mágicas horas de la infancia que tenían un sabor de travesuras compartidas, de lejanías soñadas, de eternidad…
Los montecitos daban su aroma de tréboles, de hinojos, que parecía flotar en la brisa que venía de la ribera y también nos daban la dulzura de pisingallos y taces. Si hasta la tristeza del silente cementerio parecía desaparecer cuando cabalgábamos sus intrincados senderos.
Nuestro cotidiano andar terminaba en los galpones abandonados de
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