ATARDECER
Tardecita costera cálida, ancha, serena, detenida sobre la religiosa paz de la ribera.
Desde el terciopelo azul del cielo se descuelga aquel fruto maduro que cae buscando
un verde lecho de islas. El soberano se rinde; de rodillas implora clemencia pero está condenado.
Por un tajo imaginario se escapa el rojo que salpica el paisaje todo.
El monte queda sólo. De a poco se van callando los murmullos. Las alas y los trinos van buscando la calidez del nido. El río parece detenerse un instante y enjuaga esa mancha de sangre que lo cruza de oeste a este. La costa sabe a silencio hondo. En el aire flota un hálito de misterios.
El paisaje se paraliza en un soplo de eternidad.
El sol ya es un rescoldo.
Un apurado martín pescador buscando la postrera mojarra hiere con un golpe seco
aquel cálido río de ceniza.
El río, aunque no conjuga el verbo detenerse aquieta sus pasos contagiado de tanta calma,
de tan hondo silencio y cambia unas palabras con el ceibo costero que ha vuelto a recobrar
su estatura después de ver palidecer su rojo ante la incontenible herida sangrante
de ese atardecer.
La tarde se acaba, un día más para el costero; o menos, según como se mire.
Un nuevo atardecer en la costa, único, irrepetible, mágico. Una ronda de manitos lo ha rodeado. Ahora buscará la tibieza del fogoncito, la dulzura de un mate, la ternura durmiendo
en una cuna de sauce… Después vendrá el sosiego… El descanso reparador.
Al alba volverá a cargar su angustia cotidiana.
A la copa de los árboles se aferra
el último suspiro de la tarde.
Gime el río que por el lomo arde,
se callan los gritos de la tierra.
Ya la noche se prueba su vestido
y un costero remonta la jornada;
en un rezo, su sombra reclinada,
va dejando en la arena sus latidos.
Ya divisa en la costa la ranchada.
Palomas las manitos levantadas,
gurisitos en ronda lo han cercado.
Y las islas levantan su proclama
en defensa de aquél que tanto aman,
de nuevo el sol ha sido ajusticiado.